ECLESALIA, 09/11/15.- A la conocida expresión “el poder
corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, añade Carlos Díaz
“también la ausencia de participación en el poder corrompe siempre”. En primer
lugar, claro, a quienes impiden u obstaculizan que los ciudadanos puede
participan en el poder, porque mermaría el suyo. Pero también, y esto se
olvida, a quienes abdicando de su condición de ciudadanía, se refugian
egoístamente en su vida privada, como si la política no fuera con ellos; o
porque de forma cínica sostienen que los problemas sociales no tienen solución
o porque alientan las variadas formas de caudillismo, esperando que el salvador
o salvadores de la Patria hallen el remedio a todos los males. También están
los que cobardemente no se atreven a enfrentarse con los tiranos que les privan
de sus derechos ciudadanos.
Por escrúpulos puristas hay quienes desisten de
participar en política, para no mancharse con la podredumbre que
inevitablemente la corroe. Quienes así actúan olvidan que, como recuerda
Teófilo González, “el hombre sólo puede mantener sus manos limpias, al precio
de tenerlas vacías, y que tenerlas vacías es ya un modo de tenerlas manchadas”.
Cuando las personas responsables afrontan la decisión
de participar en la vida pública, son muchos y variados los ámbitos que se
abren para la acción: vecinal, cultural, cívico, organizaciones profesionales…y
los partidos políticos. Deben hacerlo con el ánimo de servir al bien común, en
forma inteligente y eficaz. Lógicamente con una pluralidad de posibilidades en
cada uno de eso ámbitos, como corresponde a una sociedad democrática y no
totalitaria. Pronto se darán cuenta de que a su lado se van a encontrar con
otras personas, que olvidan la vocación de servicio al Bien Común, y buscan su
provecho individual en un carrerismo de trepas, que desgraciadamente, se dan en
todos los grupos. ¿Cómo evitarlo, pues además son proclives a ser corrompidos y
apoyados por grupos de presión?. Sólo la transparencia y el control desde las
bases de las organizaciones pueden disminuir el riesgo. Pero mientras el
caudillismo y el control jerárquico de los dirigentes ahoguen la libertad
interna, la ponzoña de ese mal dominará el sistema.
La democracia que hoy conocemos tiene muchas taras que
la lastran. Una de ellas, muy grave, el intento de los partidos políticos de
acaparar monopolísticamente toda la vida pública. Lo hacen por varias vías:
coartando la creación o el desarrollo libre de las organizaciones de la
sociedad civil; y otras más sofisticadas, como: creando unas para que sean
correo de transmisión de sus intereses a las que favorecen descaradamente o
comprando con subvenciones generosas a las que no lo controlan para que no
alcen críticas a su gestión
Hay una pregunta mal resuelta que cuestiona la
amplitud de la libertad de opciones. ¿No debe haber ningún límite o la
democracia debe prohibir a quienes intentan destruirla, a quienes pretenden
acabar con la libertad de los demás, a quienes predican la discriminación de
los diferentes o incitan al odio contra ellos?. Ni los medios justifican los
fines, ni los fines hacen buenos cualesquiera medios. La respuesta no puede ser
teórica, sólo cabe atenerse a la prudencia y establecer reglas consensuadas
mayoritariamente, con las debidas garantías jurisdiccionales. Pero desde luego,
más allá de las libertades de expresión y asociación, la comisión de hechos que
atenten contra la dignidad, la vida, o la libertad de las personas, deben ser
sancionada con todo el peso de ley y sus responsables, individuales o grupales,
llevados ante los tribunales.
La política, además de una noble tarea, es todo un
arte. El arte de hacer posible el ideal. Por ello, no cabe en ella ni el
voluntarismo ciego de quien crea que desde el Boletín Oficial del Estado se
puede cambiar la realidad de la noche a la mañana, o de quienes se refugian en
un cómodo quietismo a la espera de que el tiempo o la divina Providencia
arregle los problemas.
Pero también en la esfera pública como en la privada,
se precisan corazones en paz. Personas que saben que para implantar la
justicia, necesitan ser justas ellas mismas primero. Personas que respetan a
las personas, sea cual fuere su ideología, su condición social, su identidad u
orientación religiosa, sexual, étnica… Que no mal dicen sino que emplean
el lenguaje para bien decir… Personas capaces de poner a las personas
concretas por encima de las ideologías, de ver a quienes no comparten sus
puntos de vista no como enemigos, sino como rivales, dotados de tan buena
voluntad como ellas, para intentan resolver los problemas de la comunidad.
Personas que buscan la verdad y la justicia, no empleando el lenguaje para
manipular o engañar, no cegados por el sectarismo. Capaces de reconocer sus
errores y de llegar a acuerdos en beneficio de los más necesitados. ¿Conocemos
a muchas personas de esta categoría?. ¿No son los verdaderos demócratas, los
auténticos ciudadanos, aquellos seguidores de Jesús que ejercen la virtud de la
caridad en el terreno de la política?…
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