Carlos F. Barberá nos ofrece otra reflexión sobre los
que debería ser un cristianismo vivo y una Iglesia viva que parte de la base y
de la atención a los pobres.
Calificándola de religión burguesa, Metz
ha definido el modelo de cristianismo salido de la cultura del Renacimiento y
la Ilustración. Una religión de servicios, legitimadora del sistema y en
el fondo acorde con la idea del progreso y del triunfo. Impregnada en todo caso
de un clima de individualismo,
Rememorando la religión que viví en mi adolescencia,
he querido encontrar rasgos que verificasen esa definición. Era sin duda una religión
de servicios, destinados a la custodia –en el doble sentido de guarda y de
vigilancia– de los cristianos, aceptadores sin crítica del sistema. Una Iglesia
del lado y a honor y gloria de los triunfadores. El éxito del Opus Dei era el
símbolo más claro de ese paradigma. Que Franco entrase en las iglesias bajo
palio no debe producir extrañeza. El era por antonomasia el prototipo del
triunfador. Si hoy en una misa oficial la homilía comienza por el saludo a las
autoridades presentes, ello responde a la misma lógica. En esa religión, como
en la sociedad misma, los últimos no son los primeros.
En ese modelo las autoridades religiosas revestían la
mayor importancia. Ellas guardaban al rebaño y con su figura, con sus títulos,
con sus gestos mostraban lo que eran verdaderamente, autoridades. Aunque
tuviese lugar después del Concilio, el papado de Juan Pablo
II respondió igualmente a ese modelo. El mismo era una fuerza vital, un
triunfador, incluso quiso serlo de la enfermedad y de la muerte.
No es necesario añadir que quienes suspiraban por un
cambio eclesial esperaban que viniera desde arriba. Un papa nuevo, nuevos
obispos. Como ni uno ni otros eran nunca nuevos, ser católico entrañaba siempre
una dosis de frustración y hasta de vergüenza, ajena y de rebote propia.
Llegó el Vaticano II y explicó que la mejor definición
de la Iglesia era la que la calificaba como pueblo de Dios. Pocas fueron sin
embargo las consecuencias de esa visión transformadora. Las buenas ideas hay
que instrumentarlas pero los encargados de hacerlo no se pusieron a una tarea a
la que eran manifiestamente opuestos.
Por una de esas sorpresas que procura la historia, ha
llegado a nosotros el papa Francisco. Recordemos que su primer gesto fue pedir
la oración y la bendición de los fieles y su primer gran documento fue para
denunciar el sufrimiento de las víctimas del sistema. Ofrecía de este modo unas
coordenadas distintas: quería una Iglesia con las manos manchadas, una Iglesia
que saliera a la calle, unos creyentes que abrieran caminos. Muchos esperaban
nuevos decretos, nuevas leyes eclesiásticas. Ofreció en cambio gestos inéditos,
actitudes novedosas, invitaciones a ver de manera diferente. En mi
opinión, el resultado ha sido escaso, bien escaso. Apenas veo que eso haya dado
lugar a iniciativas novedosas. Estoy convencido de que los católicos,
contra la advertencia de los ángeles, siguen aun mirando al cielo, esperando
que de él les llueva la salvación. Quizá muchos no saben que, cuando Carlos
Osoro, antes de su toma de posesión en Madrid, participó en una sesión
académica en al Instituto de Pastoral, los asistentes le recibieron puestos en
pie con un aplauso cerrado. Parecía que llegaba el salvador. Después se ha
podido comprobar que los salvadores escasean.
Con ello llego a lo que quiere ser el meollo de este
artículo. Kant utilizó una sentencia de Horacio que con él se hizo famosa: Sapere
aude, atrévete a pensar. Del mismo modo creo que para los católicos hay
una consigna urgente: Agere aude, atrévete a actuar. De los
obispos no va a llegar ninguna Iglesia nueva y parece que tampoco de los nuevos
curas, nuevos por la edad y por ninguna otra característica. Es de la base
católica de donde ha de llegar la renovación. Metz ha dicho que sólo tiene
futuro la Iglesia de base.
Y ¿qué tendría que hacer esa Iglesia? Quiero empezar
con una frase de Bloch que trae el mismo teólogo alemán: “los teólogos se
empeñan en ser más seculares y críticos que el mismo hombre secular. Pasan
entonces de racionales a racionalistas y ya nada tendrán que decirnos”. Se
tratará, pues, de una Iglesia religiosa, si es que eso no es una redundancia.
Esa Iglesia de base ha debe ser espiritual, con la
espiritualidad del Evangelio. Es decir, ha de aprender a hacer una lectura
creyente –realista, religiosa, esperanzada– de los acontecimientos. Esa será
sobre todo su oferta al mundo porque, como dijo san Pablo, cada momento es un
momentos de salvación. Como se ve, no se trata de dar doctrina –aunque la
reflexión teológica sea importante– sino de hacer un anuncio permanente: el
reino de Dios está en medio de nosotros.
Esto supuesto, será una Iglesia comunitaria Hace años
un obispo francés, monseñor Rouet, decía en una declaraciones: “Mire mi
diócesis: hace setenta años, tenía 800 curas. Hoy en día, tiene 200, pero
también cuenta con 45 diáconos y 10. 000 personas involucradas en las 320
comunidades locales que comenzamos a crear hace quince años”. La Iglesia de
base debería ser la de las comunidades. Aunque antes ha de reflexionar a fondo
de lo que entraña esa palabra.
En consecuencia, debería emprender una lucha frontal
contra todo lo que no favorece la comunidad, empezando por las misas
parroquiales. Pocos son los que siguen la consigna de Unamuno: “¿Tropezáis con
uno que miente?, gritarle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno
que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una
muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos!, y ¡adelante!
¡Adelante siempre!”. Trasladando la idea a la comunidad eclesial, no deberían
cesar las denuncias de la estupidez, de la incoherencia, de la mentira, tanto
en el campo político como en el religioso.
Finalmente, tendrá a los pobres como uno de los puntos
de referencia de su vida. Los pobres como conjunto, creando y apoyando
iniciativas de denuncia y de lucha contra la pobreza y los pobres como
individuos, a los que se toma a cargo. Alguna vez dijo Mounier que lo típico
del cristiano no es amar a la humanidad sino amar al prójimo. No socorrerlo
sino amarlo.
Una Iglesia comunitaria, de denuncia y de amor,
necesitará celebrar. Lo hará de forma sencilla, acogedora, comunitaria. Ahí
tendrán un espacio propio conceptos tradicionales, revividos y experimentados:
dolor, culpa, redención, perdón, reconciliación. Son conceptos no gratos a la
sociedad secular pero cuyo recuerdo es necesario. Constituyen el fondo del ser
humano y tienen en el cristianismo, en la historia de Jesús, una raíz profunda.
La Iglesia no puede cesar de ofrecerlos y vivirlos.
Esperemos, pues, las iniciativas que pongan en
marcha esa nueva Iglesia. Agere aude.
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